Precisiones sobre el discurso de los “derechos”
En primer lugar es preciso aclarar un a vexata quaestio en relación al discurso de los derechos: la reiterada y falsa tesis iusnaturalista que sostiene que ciertos derechos (como la vida, la libertad personal o la propiedad) son naturales; es decir, anteriores al Estado, a la institucionalización del poder y por esto tendrían legitimidad independiente de su institucionalización material. Esta tesis no sólo es ahistórica, sino que además está en la base de la violencia institucionalizada del estado representativo moderno, así como también en la limitación de la legitimidad de su poder cuando se pretende configurar ideológicamente (como falsas figuraciones de la realidad) con aspecto de derechos naturales. La tesis iusnaturalista amparada en argumentos teológicos y/o racionalistas sostiene que ciertos derechos son naturales (independientes del Estado y anteriores a él) y, por consiguiente, el poder político democrático no estaría legitimado para suprimirlos, ni regularlos. En este sentido se sigue postulando incluso contra el sentido común que “la vida es indisponible”[1] y, por consiguiente, vivir es un deber que prohíbe respetar la demanda de quienes sin esperanza de mejorar su estado de salud se niega a seguir viviendo con sufrimientos e indignidad. Esta tesis puede parecer sostenible a personas ignorantes o a las que sitúan en la base de su pensamiento, como axiomático, los prejuicios teístas. Su éxito se explica porque la gran mayoría de los seres humanos es mantenida en la necesidad de ganarse la vida y también porque las personas queremos espontáneamente conservar nuestra vida y nuestras pertenencias y la tesis iusnaturalista parece servir a esa voluntad. Sin embargo, esta tesis es la peor de las falsificaciones respecto a lo que los derechos son, incluso los más elementales.
De manera rotunda se puede afirmar que nuestras aspiraciones sólo son derechos si han sido reconocidos por una institucionalización material de la sociedad: por el Estado, en nuestra terminología actual, o, dicho de otro modo, por un poder de naturaleza política. Sin Estado, por simplificar, no hay derechos: sólo aspiraciones defendidas bien por instituciones puramente mentales, culturales (también conocido como moralidad positiva), como la ética dominante en cada grupo social, bien mediante la violencia. La existencia de derechos no es anterior a la institucionalización material del poder. No es natural, sino en todo caso histórica. Y, en este sentido, contingente.
Por ello se puede concluir que entre las instituciones mentales de los grupos humanos primitivos hay normas de una índole que nosotros podemos llamar de moralidad positiva o de uso social, incluso en ausencia de instituciones materiales de poder (de naturaleza político-militar diferenciadas). Las instituciones materiales de poder pueden acoger entre sus propios dictados normas de moralidad positiva de los gobernados, que adquieren así naturaleza jurídica, ya que su contravención dará lugar a sanciones o prácticas de las instituciones materiales. En ambos casos este tipo de normas forma parte de la cultura colectiva. Además de existir en el plano discursivo institucionalizado y en la práctica de las instituciones materiales, se producen también como instituciones mentales.
Los deberes, o la consistencia jurídica de los derechos
Para empezar, adoptemos un punto de vista jurídico. Este punto de vista nos permitirá abrirnos camino acerca de la consistencia jurídica de los derechos. Que, por supuesto, no es la única: habrá que verlos también en su consistencia política –en un plano distinto- e ideológica, en su consistencia discursiva.
Una ejemplificación sencilla de la tesis principal que aquí se sostiene acerca de los derechos podrá ayudar a comprenderla. La siguiente: ¿Cuál es el contenido de nuestro derecho a la vida?, cabe preguntar; y muchos se apresurarán a contestar: ¡la vida!. Pero no es eso: el contenido de nuestro derecho a la vida son los deberes ajenos acerca de nuestra vida. Si nadie tuviera deberes respecto a nuestra vida no tendríamos derecho a la vida; tendríamos la vida y nada más.
Contra lo que parece dar a entender una tradición de pensamiento que se remonta la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, si no es anterior, el concepto de derecho no es un concepto primario, sino derivado. Como escribía Simone Weil, la idea de obligación prima sobre la de derecho. El concepto de derecho se construye a partir de la noción de deber, y no a la inversa. Alguien tiene un derecho si y sólo si los demás –incluidas las instituciones- tienen deberes a su respecto (esto es, deberes acerca de aquello que se trata de proteger con cualquier noción determinada de derecho). Por consiguiente las incógnitas de los derechos hay que resolverlas en el terreno de los deberes, de las obligaciones.
Los deberes como contenido esencial de los derechos
Los deberes que integran el contenido de cada uno de los derechos son deberes de alguien: de los demás seres humanos, de la comunidad y muy destacadamente de las instituciones materiales de ésta: de los poderes públicos ante todo, pero también de las instituciones privadas, que a estos efectos se hallan en misma situación que los seres humanos reales.
El primer deber de las instituciones públicas es garantizar el cumplimiento de los deberes de los seres humanos particulares y de las instituciones no públicas respecto a lo protegido como un derecho. Así, si los poderes públicos reconocieran el derecho a la vida de las personas pero no impusieran el deber jurídico de respetarla, el derecho a la vida estaría vacío en el plano jurídico. Pero los poderes públicos reconocen derechos muy alegremente. Así, reconocen el derecho al trabajo de las personas, pero no crean deberes jurídicos para hacerlo posible en las condiciones sociales de cada momento, el derecho al trabajo está vacío en el plano jurídico. Este ejemplo es relevante porque pone al descubierto una característica de los derechos: que pueden estar medio vacíos, esto es, que su reconocimiento puede ir acompañado de deberes insuficientes para garantizarlos plenamente. Lo cual queda oculto por el mero hecho del reconocimiento nominal del derecho. A estas situaciones jurídicas las podemos llamar “derechos a medias”, o “deberes a medias”, según se prefiera.
En las investigaciones acerca de los derechos que no toman en consideración los deberes que constituyen su contenido se suele pasar de largo sobre el hecho de que todo derecho –o todo deber jurídico- tiene un coste económico. El coste del derecho a la vida viene dado por el del mantenimiento de un conjunto de prácticas institucionales dirigidas a lograr la observancia de los deberes a su respecto: o sea, un sistema judicial penal, unos servicios de policía, un sistema penitenciario.
Ciertos derechos tienen un coste superior a otros: así los llamados derechos sociales, además del coste mencionado en el caso del derecho a la vida, tienen otros derivados de la ulterior complejidad de los deberes implicados por su reconocimiento. Como es obvio, los “derechos a medias” tienen en general costes inferiores a los derechos plenos correspondientes. De modo que, hasta aquí hemos obtenido provisionalmente que el contenido jurídico de los derechos son los deberes que se establecen normativamente a su respecto, lo que convierte los deberes en el centro de la investigación jurídica de los derechos. También hemos concluido que puede haber “derechos a medias” cuando los deberes correspondientes sólo existen a medias, por decirlo así. Y por último que jurídicamente hablando los derechos tienen costes económicos.
Pero la investigación sobre los deberes que constituyen el contenido jurídico-institucional de los derechos se complica cuando se advierte que, por una parte, la exigencia del cumplimiento de los deberes es a su vez un deber del Estado, y por otra que en algunos casos la totalidad del contenido de un derecho viene dada por deberes del Estado. Es entonces inevitable la pregunta: ¿qué garantiza que el Estado cumplirá sus deberes, los cuales indirecta o directamente y parcial o totalmente, son el contenido de los derechos que el propio Estado reconoce? Las precarias respuestas que se pueden dar a esta pregunta nos muestran una característica esencial de los derechos: que jurídicamente casi siempre están en precario.
El itinerario de los derechos y deberes
Nada más adecuado para comprender la debilidad de las garantías de cumplimiento de los correspondientes deberes, nos ocuparemos aquí, en lo que sigue de un presupuesto nuevo derecho individual a la eutanasia.
Este nuevo derecho individual hipotético, es ya una aspiración no reconocida aún en las legislaciones[2]. La eutanasia se reivindica aquí como “el derecho a ser ayudado a morir digna e indoloramente en determinados casos claros de voluntad personal sostenida y sostenible”. Abstractamente considerado, esta aspiración está ya presente en la sociedad como institución mental, aunque todavía carece de reconocimiento legal en tanto no se han estipulado los correspondientes deberes jurídicos al respecto. La demanda social del derecho a la eutanasia en la actualidad es una aspiración no precisamente individual[3]; es decir, la demanda ya tiene voz en agrupamientos sociales significativos aunque quizás todavía insuficientes. Sin embargo, tener voz no se puede dar por resuelto de una vez por todas: hay que abordarlo una y otra vez, ante los obstáculos con que se tropieza constantemente.
A partir de esa concreción discursiva, tener voz, se puede iniciar el trabajo para conseguir el reconocimiento del nuevo derecho individual. Un trabajo que puede ser costoso no sólo en términos de tiempo y esfuerzo, sino en muchos otros. La resistencia social a admitir la aspiración como moralmente justificada puede suscitar trabajo contra ella. Así ha sucedido en prácticamente todos los casos de derechos reconocidos hasta el presente. Basta pensar en la suspicacia que suscita la mención a la mera palabra ´eutanasia` en ambientes retardatarios ideológica o culturalmente, o en los equívocos que se tejen en torno a ella (como ha ocurrido en torno al derecho al aborto o al divorcio) para percibir que el trabajo de conseguir reconocimiento social para esta nueva aspiración puede ser arduo y complejo y que las fuerzas que están en contra de esta aspiración son muy poderosas.
Si la aspiración colectiva que pretende constituirse en un nuevo derecho individual logra superar la prueba de convertirse en socialmente significativa ha de dar un gran salto en su itinerario: se ha de introducir en el campo político. Éste está constituido por un conjunto de instituciones para-públicas como los partidos políticos, agrupamientos de intereses, comentaristas o “formadores de opinión”, profesionales de la intermediación política, y también por un manojo de discursos políticos. Ante todo discursos normativos: ya sea la constitución de un país y sus principales leyes, pero también por los discursos socio-normativos hegemónicos en el imaginario colectivo de la sociedad.
Otra de las características, muy fundamental y a menudo no tomada en consideración, es que en el campo el juego no cesa jamás. Dicho de otro modo: ninguna posición o trinchera ocupada en él está garantizada. Como campo de fuerzas, el campo político ha de verse como un ámbito en el que se producen fenómenos propios o específicos del campo: alianzas, fortalecimiento de algunos actores, desgaste de otros, e influencia de factores externos. Pues bien: es en el campo político, con las características mencionadas, donde ha de abrirse paso el proyecto de un nuevo derecho individual para conseguir el estatuto normativo: una legislación que lo reconozca y establezca los deberes a su respecto para que el nuevo derecho individual pueda pasar al campo jurídico. Esto no puede ocurrir sin que el nuevo derecho individual se haya instalado firmemente en el imaginario colectivo de una parte significativa de la sociedad, sin que haya reunido fuerzas para aparecer en el campo político y conquistar las alianzas suficientes para imponerse en ese campo. Si ha reconocido todo eso, podemos suponer que nuestro hipotético derecho individual obtiene reconocimiento jurídico. Si así ocurre, la eutanasia sería entonces un derecho reconocido, lo que le rodea de legitimidad pública universal, en el orden considerado. Es un paso importante, pero al propio tiempo es un paso problemático por diversas razones:
1. Porque la legitimidad del nuevo derecho en el ámbito jurídico discursivo puede darse perfectamente sin que se establezcan también los deberes que constituyen su contenido.
2. Porque el nuevo derecho individual pasa a ser cuestión de las magistraturas públicas, sin que se pueda dar por supuesto el apoliticismo de esas magistraturas, en el doble sentido de que también en este campo se libran enfrentamientos políticos, y de que las magistraturas tienen en sus manos la modulación de las normas jurídicas que establecen los deberes correspondientes al nuevo derecho individual[4].
3. Porque un cambio en la correlación políticas de fuerzas en el campo político puede volver inane el nuevo derecho individual: anularlo o incluso destruirlo[5].
Por razones obvias aquí no puedo ocuparme de desenvolver estos aspectos del tratamiento que puede recibir la demanda del nuevo derecho individual a la eutanasia, aunque terminaré exponiendo brevemente algunos los deberes que, en el campo político tienen que asumir las autoridades públicas respecto a la eutanasia, como paso inexcusable al reconocimiento como nuevo derecho, sólo me referiré a cuestiones importantes en este marco discursivo laico.
Deberes del Estado respecto a la libertad de conciencia
La defensa de la laicidad del Estado ha de ser considerada respecto al nuevo derecho individual como un componente esencial del discurso público en democracia. Y guiada por un profundo convencimiento democrático entre creyentes y no creyentes. En las sociedades formalmente democráticas se observa una carencia con la que hay que enfrentarse. Es un asunto difícil porque en los últimos años han reaparecido estereotipos antiguos a los que se han añadido otros nuevos cuando se abordan las innovaciones profundas inducidas por la ciencia y la tecnología que evidencian con fuerza una lógica de subordinación a valores obsoletos, definidos a priori y distantes de cualquier procedimiento democrático. La polémica emerge muy áspera entre quienes defienden este nuevo derecho individual y las posiciones oficiales de la jerarquía vaticana. Una nueva generación de defensores fidei se ha materializado, transfiriendo la cuestión religiosa al corazón del conflicto político, empobreciendo su significado y reclamando la presencia de la razón religiosa en la esfera pública con la pretensión de imponerla como norma para todos. Para ocultar el verdadero sentido de esta operación, que niega la misma laicicidad y la relación entre democracia y la razón profunda del creer, se ha dicho que hay que desechar el laicismo, no la laicicidad. Esta es la lógica que se expresa en el artículo 10.1 de la CE., que afirma que el sistema democrático garantiza el “libre desarrollo de la personalidad”. Es la lógica que singulariza a cada uno con el máximo de opiniones diversas y la condición fundamental para el funcionamiento del sistema democrático.
Es el mismo criterio que proclama en primer lugar, la igualdad, la dignidad, la libertad de información y de manifestación del pensamiento, la libertad del arte, de la ciencia y de su enseñanza. Principios fuertes y que incluyen la laicidad en el cuadro más general de las reglas de la democracia, las que se manifiestan en la trama constitucional. La aventura de la laicicidad, sin embargo, nos obliga con frecuencia a remitirnos a su originaria definición “negativa”. Esta era su acepción más visible, única para quienes - cuando se trataba de fomentar la escuela para todos- sostenían que había que reducirla a la primacía de la instrucción religiosa, o cuando se trataba de implantar el registro de derecho civil solicitaban que fuese traspasado de los ayuntamientos a las parroquias: pasajes obligados en la inacabable lucha por los derechos. Pero en la actualidad resulta una simplificación apelar a la sola dimensión histórica de aquel modo de entender y de practicar la laicicidad. Aquí hay aún un terreno que defender, un confín que debe ser precisado, una distinción que hay que mantener. Pero, atención porque ahora hay que comprender que el modelo opositivo de la laicidad reaparece por la misma razón que se había negado en sus orígenes. En efecto, el problema no está en la necesidad de eliminar obstáculos en el camino de la construcción de las condiciones para la laicidad. “Un camino que se ha entretejido con la democracia, en tanto ésta ha incorporado la lógica laica. Ahora se trata de hacer un “camino hacia atrás”, subrayando que no se trata de defender un punto de vista de parte sino la esencia de la democracia.
Si estamos obligados a contrastar la pretensión fundamentalista, o “clerical”, no es porque no se haya delineado plenamente el orden democrático del Estado, sino por una razón exactamente opuesta. La democracia está ante nosotros, conocemos su necesaria concreción y nítidamente podemos descubrir su profunda relación con la laicidad; potente factor de libertad para todos, incluso principio de referencia ineludible y medida del hacer de los ciudadanos y de las instituciones. En la esfera pública no se puede prescindir de ella. De esta conseguida positividad debemos inducir también los espacios en que se ubican muchos y aguerridos enemigos de la sociedad laica, triste versión de lo que Karl Popper había definido como “los enemigos de la sociedad abierta”.
Circula, no obstante, un análisis de la situación actual que subraya el envejecimiento de la categoría laica y su debilitamiento respecto a la democracia; esta corriente se opone a la defensa del laicismo, alegando que hoy existe una muy profunda madurez en la Iglesia , que es sensible a las nuevas exigencias manifestadas por las personas, capaz de aproximarse a los problemas que viven y portadora de valores profundos. Un papel, añaden, que se evidencia en la crisis de los demás agentes sociales, partidos, sindicatos, en primer lugar y por las turbulencias de la vida política. Pero, bien miradas las cosas, la laicidad no es una categoría superada y no se ha olvidado su función como no lo estaba en el pasado. Lo que impulsa el discurso de los católicos, antes y ahora, es la necesidad de que su punto de vista sea percibido y reforzado en la vida pública.
Los católicos conscientes de los tiempos nuevos no pueden escudarse en una pantalla protegida por una supuesta madurez social y cultural de la iglesia para sustraerse incluso a la reflexión sobre este prepotente temporalismo, que está haciendo crecer la divergencia entre la línea de la jerarquía vaticana y la riqueza de un mundo católico al cual se le niega un rostro. Este proceder lo especifica incluso la diferenciación de las categorías a las que recurre y que son propiamente políticas: cuando la iglesia considera estos problemas en términos políticos; cuando apela a su modalidad de diálogo; cuando se enfrenta a los restantes problemas que surgen en la sociedad. Todo nos remite a la cuestión de la democracia, a la inexacta construcción en que de este modo se fundamenta. Ante la necesidad de defender el reconocimiento de un nuevo derecho individual a la eutanasia es necesario rechazar la impostura, llamar a las cosas por su nombre y por esto no es tiempo de laicidad débil, tímida, devota. Es tiempo, pleno y difícil, de laicidad sin adjetivos o, si queremos una definición común, simplemente democrática.
Si en tiempos pasados no ha sido necesario diferenciarlos valores de la cultura católica de los valores republicanos de la cultura laica esto sucede en la sociedad actual en la que las presiones de la jerarquía católica adoptan el carácter de cruzadas. Se hace necesario recordar que la relación entre religión y esfera pública no debe ser un ámbito en el que reivindicar la primacía o la exclusividad sino el que se supone un orden de valores diversos a aquellos confiados a la libre Declaración de los derechos.
El tema de la laicidad ha aparecido en el debate público occidental para ser atacada con insistencia, continuidad y una agresividad que verdaderamente tiene pocos precedentes. En la actualidad los discursos de la jerarquía vaticana turban los espíritus por el tono agresivo, el lenguaje violento, la directa condena sin apelación que con frecuencia los acompaña en relación a las materias llamadas “éticamente sensibles”.
Este lenguaje no es una excepción sino que se manifiesta renovado y con profundos antecedentes aunque ahora la jerarquía vaticana declara explícitamente a España e Italia “tierra de misión”; la base territorial desde la cual partir para una nueva reconquista de un mundo que está siendo peligrosamente descristianizando, justamente cuando la religiosidad experimenta un inédito relanzamiento. Por esto con actos formales y presiones informales se han cancelado lugares y ocasiones para un diálogo y en una confrontación libre como se habían desarrollado con intensidad en un pasado no lejano. Es decir, utilizando la profunda debilidad de la política, la iglesia se ha convertido de hecho en un sujeto político que enuncia programas de gobierno, practica y favorece un inadmisible intervencionismo social.
Esta experiencia no se puede separar de la discusión general sobre la relación entre religión y democracia. Constituye también un precioso instrumento para interpretar y comprender, ante todo, el asunto que subyace en la formulación constitucional de la relación entre iglesia y estado. Pero, evidencia asimismo una realidad histórica diferente a la del pasado reciente cuando los políticos (en otros países limítrofes no en España) tenían sentido de Estado, autoridad y dignidad, por lo que quizás no se plegaban a las demandas de la iglesia; era una actitud que les añadía fuerza y legitimación. Era un tiempo en que la política, aun haciendo amplísimas concesiones a las demandas de la iglesia, se sabía con el deber de salvaguardar la propia autonomía. De aquella sensibilidad y tiempo se teoriza ahora su final con complacencia. Pertenecen al pasado los católicos “democráticos”, el católico “adulto” y responsable parece una excepción curiosa. Es tiempo de “devotos” y de “teodem”. Se ha operado una transformación radical en la antropología política. Desde la crítica a una inexistente pretensión de relegar la religión a la esfera privada, se apuesta con fuerza por hacer del catolicismo la sola religión civil. Una religión que no sólo quiere englobar la política, sino que va mucho más allá negando de raíz la misma posibilidad de lo que Georges Bataille llamaba “la elaboración de un mundo profano”[6]. Para alcanzar este objetivo, sostienen, se debe impedir no sólo el disenso sino la visualización pública de las diversas posiciones en materia ética.
Cambia así la modalidad y la posibilidad misma de dialogo que sería reductivo definir sólo en términos de laicos y católicos. De creyentes y no creyentes, porque se trata de cuestiones que afectan a la esfera pública, a la calidad y a la cantidad de la práctica política. La independencia y la soberanía del ordenamiento estatal y del eclesiástico se entrelazan en un conglomerado de normas que en cierto modo hacen indescifrables donde comienza uno y dónde acaba lo otro. La autonomía e independencia son sustituidas por un continuum. Los políticos han puesto en evidencia el problema que surge al alinearse todas las instituciones con el “law making majority” con la dirección política dominante. Ahora en España se corre el riesgo concreto de plegarse a la “dirección ética dominante” de la que la Iglesia pretende ser la única depositaria. No deja de sorprender que cuando se han de individuar principios de referencia se recurra a la iglesia antes que a los principios constitucionales.
Estos son elementos que emergen de un análisis no complaciente de la actual situación española que la aproximan a una etapa pasada en la que se hablaba sólo de la “ingerencia de la Iglesia ”. En la actualidad estamos ante un cuadro diferente. Aquellas ingerencias, no desaparecidas del todo, especificaban una modalidad diferente pues nos hayamos ante un proyecto que la iglesia proyecta sobre todo el mundo. Se ha cambiado la factura cultural que sostiene este proyecto, subrayando los valores absolutos y no negociables que lo sostiene, de forma que esta exigencia plantea un conflicto frontal con los principios constitucionales; lo que a su vez evidencia una pretensión inadmisible: forzar en la práctica una verdadera “revisión constitucional”. La cuestión de lo sagrado y el retorno de la atención por la religiosidad inciden sobre la modalidad de la discusión pública y naturalmente pone en cuestión la garantía de los derechos. Las innovaciones científicas y tecnológicas que revolucionan la vida y la sociedad, exigen principios de referencia adecuados y motivan una discusión desde la que se recomienda el recurso a la religión, como única fuente de certeza. Son cuestiones cualitativamente diversas, pero todas expresivas de un cambio que exige la puesta a punto de los instrumentos analíticos y respuestas culturales y políticas adecuadas.
La entrada laica de la religión en el espacio público se produce en condiciones de paridad, no a través de privilegios. Es parte de un coro, no de voz solista. Así cuando se subraya la importancia de la contribución que religión y religiosidad pueden aportar al discurso público y a una común elaboración cultural, se toma un dato o un valor añadido, si se quiere, que tiene su raíz en la historia, pero que no puede ser utilizado para pretender la atribución de un estatuto privilegiado, de una posición formal mayor que la reconocida a cualquier otra forma de convicción personal.
De este modo se han precisado los confines que, en la esfera pública, pueden hacer referencia a las religiones. Éstos se refieren específicamente a la libertad de conciencia como principio inviolable, a la igualdad ante la ley entre creyentes y no creyentes pero son inadmisibles las referencias a la religión en materias con fuerza impositiva. En la religión no puede fundamentarse ningún estatuto jurídico especial porque que asumiría así explícitamente un carácter discriminatorio. En el espacio público la religión está junto a lo “otro” que debe reconocerse y confrontarse.
Este es, pues, el recorrido de la democracia diseñado por los principios y las normas constitucionales. Es un camino que debe seguirse en condiciones de igualdad, que haga posible el ejercicio de la libertad ya que, de este modo, contribuye a la libre construcción de la personalidad de la que habla el art. 10.1 de la CE. Este es el sentido profundo de la laicidad, que reconoce la religión en la esfera pública pero que, no obstante, no se construye en función de una u otra religión, ni de una u otra filosofía política sino que se proyecta más allá de cualquiera de estas y encuentra su plenitud en la libertad e igualdad de todos los ciudadanos.
Así comparece la libertad de conciencia a la que las instituciones deben garantizar para que pueda permanecer “ilesa”. Así aparece recogido en el artículo 10 de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea cuando, a las palabras ya recordadas, se añade que “el derecho a la objeción de conciencia está reconocido según las leyes nacionales que disciplinan su ejercicio. ¿Cuáles son entonces los derechos de la conciencia?
La libertad de conciencia es el punto cardinal del modo laico de entender la relación del ciudadano con el sistema institucional y centra una renovada y precisa atención cuando las cuestiones “éticamente sensibles” han invadido la discusión en los foros públicos. Esta libertad es invocada primordialmente, por los parlamentarios llamados a aprobar normas en materias relativas al nacer, al vivir, al morir, a definir los límites de la investigación científica. Al respecto la libertad de conciencia a tutelar es, en primer lugar, la de la persona que debe completar su elección de vida cuando solicita ayuda para morir. El problema entonces no es la libertad de conciencia de quien debe establecer la norma (los parlamentarios): afecta a la legitimidad misma de la intervención del legislativo que puede cancelar, o condicionar de forma determinante una elección particular. De otro modo se determinaría una simetría peligrosa: cuando se tratan temas éticamente sensibles, la libertad de conciencia del legislador podría ser máxima, la de los destinatarios de las normas, por el contrarío, sería mínima.
Por esto la laicidad afecta también al modo como se examina la ley y sus límites. A los políticos prepotentes, a los juristas impacientes, a los eticistas de élite les conviene el frase de Michel Montaigne: “La vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme”. Esta intima naturaleza de la vida hace que aparezca como irreductible a un rasgo específico del derecho: el deber ser igual, regular, uniforme. De aquí, de este antiguo e ineliminable conflicto, nacen las dificultades que hoy se producen con mayor fuerza que en el pasado, porque las innovaciones científicas y tecnológicas han ido debilitando las barreras que la supuesta “ley natural” atribuía a la libertad de elección respecto al nacer y al morir. La mirada laica capta esta dificultad y refleja la novedad del cuadro: de un lado, la imposibilidad para seguir usando el derecho con los esquemas simples del pasado, bajo el riesgo de ineficacia, reducción a puro instrumento autoritario, pérdida de legitimación social y, por otro, al ampliarse la posibilidad de elección que pertenece a la conciencia individual, elecciones que afectan sólo a la propia vida y que, por ello no pueden ser sacrificadas de manera autoritaria por imposiciones ideológicas sin violar exactamente la libertad de conciencia.
Lo sabemos desde hace muchos años, al menos desde 1970, cuando se inventó el término “bioética” que un mundo nuevo de reflexión se abría a la teoría y a la práctica biomédica y a la interpretación y aplicación del Derecho; y este fenómeno evidenciaba la nueva necesidad de normas de tal manera que ya entonces se empezó a hablar de bioderecho. Este es un campo de normas –éticas y jurídicas- a las que la vida debería ser sometida. ¿Pero, cómo? Y es esta pregunta ineludible la que hace de la relación entre vida y norma un tema que se impone a todos los demás y, parece ser, el que marca la clave de nuestra civilización.
En verdad, una nueva reflexión es necesaria porque la tecnología ha anulado el paradigma consolidado, arruinando la antropología misma tal como se había venido construyendo en la historia de la humanidad. Constituye una reflexión necesitada del conocimiento y concurso de todos pero sin sectarismo ni pretensión de exclusividad, sin patente de nobleza ética, o de inflexibles llamadas a fines “no negociables”. Esto significa, en primer lugar, que la misma mediación jurídica, construida en otro contexto histórico y con otros objetivos, debe ser profundamente repensada. El único protagonista no puede ser un legislador que se adueñe del problema en toda su extensión, el que ordene y juzgue de una vez por todas. La técnica jurídica disponible no puede ser partir de la prohibición, al mismo tiempo, excesiva y vana.
La vida no puede ser sacrificada por una norma constrictiva, sustancialmente orientada a reconstruir una situación artificial ya imposible en lugar de la anterior pretendidamente natural y destruida por el progreso científico. Esta es una pretensión vana, podría decirse casi antinatural, aunque la palabra exacta es autoritaria.
Pero autonomía y responsabilidad no significan cerrarse en el individualismo. Lo saben bien los constituyentes cuando hablan de “dignidad social”; de este modo individuan un contexto en el cual los sujetos públicos tienen tareas irrenunciables y las personas deben ser dotadas de todos los conocimientos e instrumentos que les permitan ser efectivamente libres y responsables en el momento de la elección.
La dignidad social, en las materias éticamente sensibles, no es y no puede ser el fruto de una imposición, de la obligación de adecuarse al modelo impuesto desde el exterior. Nace de la combinación de principios respetuosos con la libertad de la persona, con los servicios sociales capaces de liberarla de constricciones innecesarias y con la información proporcionada en modo no directivo sino orientada a favorecer la autonomía del juicio. La dignidad individual y social, por ejemplo, se viola cuando un sujeto en fase terminal solicita ayuda para morir y se encuentra en un contexto que no sólo le hace difícil el ejercicio de su derecho a decidir, sino que además contribuye a transformar esa elección legítima en una culpa para quienes le rodean. La dignidad se viola también cuando no se proporcionan medidas de carácter general, sino que se propone un intercambio, caso por caso, entre los cuidados paliativos, transformando a la persona, a su libertad, en un objeto de negociación[7]. La corrección del discurso se viola cuando se falsifica la relación entre el rechazo a un tratamiento y la inexistencia de estructuras para la terapia del dolor, como si se tratara de un asunto alternativo en vez de complementario. Los servicios sociales no pueden emplearse como arma de disuasión sino como el signo de la disponibilidad pública para construir el ambiente propicio que haga efectiva la libertad de decidir sobre el mayor bien de que disponemos.
La laicidad es esto. El no dejar abandonada a la persona a su suerte pero, también tenemos el deber de no interponer entre ella y sus decisiones mediaciones que distorsionen su libertad de elección haciéndola depender de la “conciencia” de los otros. Un camino que sólo puede recorrerse en libertad si las personas actúan en condiciones de disponer de todo la información posible, la voluntariedad y los recursos que las liberan de las constricciones innecesarias.
La implicación entre laicidad y democracia se hace particularmente evidente ante la demanda de eutanasia o suicidio asistido. Pero no se trata sólo de rechazar la inadmisible tentativa de transformar la legítima opinión de una parte en regla para todos. En democracia, en efecto, no es aceptable el silencio de los ciudadanos cualquiera que sea el tema: hay que pronunciarse. Estamos ante una tarea, difícil pero ineludible, para la creación de las condiciones que permitan a cualquier persona adquirir los conocimientos necesarios que promueve el mundo de la tecnociencia. El objetivo puede ser descrito de muchos modos, siguiendo las múltiples experiencias tenidas recientemente; por ejemplo, consideremos el informe de un grupo de expertos de la Unión Europea (2007) dedicado a analizar las relaciones entre ciencia y sociedad[8]. Tomar en serio este informe significa definir caminos para que ese conocimiento se convierta en patrimonio común del scientific citizen, del ciudadano consciente, del alcance y significado de las innovaciones que han redimensionado el mundo y con ello rediseñan nuestras vidas.
Para esto sirve también el conocimiento, necesario para construir un espacio público donde el acceso a la información y la valoración crítica sea posible. Estas instituciones del conocimiento encuentran su primera sede en la escuela, como es obvio, pero deben expandirse en muchas direcciones para hacer las múltiples contrastaciones implicadas por lo público, procesos exentos de fundamentalismos. Ese espacio laico ha sido siempre y debe seguir así como lugar donde se sitúan la autorreferencialidad y el orgullo de todos; espacio donde el conocimiento es la base y la regla de la confrontación, donde los principios se someten a prueba destacando su peculiaridad ante cada caso concreto. No son palabras porque este espacio no es una abstracción, sino el resultado concreto que resulta del conjunto de principios y normas presentes en un ordenamiento político-jurídico de la democracia.
El esfuerzo actual ha de centrarse precisamente entorno a la construcción de ese espacio, como cuestión específica de la democracia. El espacio democráticamente legitimo es el que resulta del conjunto de principios constitucionales, que no pueden ser sustituidos por otros principios y otras axiologías mediante formas impropias de “revisión” constitucional; como ocurre cuando, por ejemplo, se contraponen a los artículos de la constitución pasajes de una encíclica papal o de otros documentos vaticanos, como portadores de una superior legalidad.
Con relación a la demanda de un nuevo derecho individual a eutanasia podemos preguntarnos por los deberes que se derivan del contenido de ese derecho cuando los profesionales sanitarios apelan al supuesto “derecho a la objeción de conciencia. ¿Qué sucede cuando la libertad se transforma en objeción? Se podría responder, y así se hace, que la objeción no es más que una de las manifestaciones de la libertad de conciencia. Pero ¿esto quiere decir que el ámbito de la libertad de conciencia coincide con el de la objeción y entonces ésta será legítima siempre que la conciencia y sus tribulaciones estén en juego?
Una respuesta nos la sugiere la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea que, en su art. 10, afirma “el derecho a la objeción de conciencia está reconocido según las leyes nacionales que disciplinan su ejercicio”. ¿Se debería concluir entonces que la libertad de conciencia, cuando se manifiesta como objeción, exige un específico reconocimiento legislativo?
Este modo de ver el problema se altera cuando la jerarquía católica le atribuye a la objeción una especie de esencialidad; le confieren entonces un estatuto expansivo invitando a los creyentes a declararse objetores en los diversos ámbitos normativos de la intervención social. Al respecto son necesarias algunas precisiones porque un uso atécnico y genérico de este término puede inducir a que un derecho legalmente reconocido a los ciudadanos como ya ocurre respecto al aborto. Así se fomenta una cultura peligrosa de la objeción sin límites y además colisiona necesariamente con los derechos reconocidos jurídicamente a los ciudadanos. Se debe distinguir entre la diversidad de objeciones de conciencia que no inciden directamente en los derechos de otra persona (como sucede con la objeción al servicio militar), de los casos en los que sí afecta que es la orientación que promueve en la actualidad la jerarquía católica, haciendo referencia no tanto a un derecho sino, ante todo, dando a entender que existe un deber de hacer objeción.
Así se ha manifestado recientemente el arzobispo de Toledo “recomendado una tenaz objeción de conciencia” a todos los creyentes en general y, particularmente a médicos, enfermeros, farmacéuticos y personal administrativo, jueces y parlamentarios y a cualesquiera otras figuras profesionales implicadas en la tutela de la vida humana individual, cuando la norma legislada prevea acciones que “la pongan en peligro”. De este modo, se fomenta la objeción a deberes normativos válidos y vigentes, lo que equivale a desactivar el reconocimiento de derechos a sujetos de una sociedad democrática y laica, en nombre de una concepción moral particular, la que sostiene la jerarquía católica. Este tipo de intervenciones públicas son inadmisibles en un estado de derecho democrático.
Lo son razonando en términos de responsabilidad pública, respecto a la cual es necesario afrontar la cuestión de la objeción de conciencia en los centros hospitalarios en sus estrictos términos, los necesarios para no interferir en el ejercicio de un derecho con fundamento constitucional como la IVE : el ginecólogo que va a trabajar en la red sanitaria pública debe saber que entre sus tareas profesionales está incluida la IVE , al igual debería entenderse la intervención médica en una eutanasia justificada. Sólo de este modo es posible alcanzar el doble objetivo de hacer efectivo el ejercicio del derecho del paciente terminal y de proteger a los médicos no objetores de la condición de “marginados” y, por consiguiente, de hacer ineficiente y caro el rendimiento del servicio. En este supuesto adoptar la condición de “objetor” sería inadmisible porque además de obstaculizar un derecho reconocido y garantizado por la autoridad, se atacaría a los profesionales que se sientes vinculados a la elección del legislativo.
En realidad, la pretensión vaticanista de extender la objeción de conciencia en las más amplias direcciones corresponde a un proyecto político de largo alcance: no tanto la liberación de la conciencia individual cuanto, prioritariamente, extender el uso de este instrumento (la objeción) para sustituir los valores constitucionales por otros diversos, estrechamente vinculados a su credo. Con esta dinámica no sólo se vulneraría la legalidad constitucional, sino que se produciría también una peligrosa ruptura del pacto de respeto entre los ciudadanos del que el Estado es garante. No obstante, salvo la violencia y estos usos impropios, la objeción de conciencia puede y debe permanecer como instrumento esencial para garantizar, en una sociedad democrática, el pluralismo y la libertad de opinión.
Para defender el reconocimiento de este nuevo derecho individual es clave tener muy claro el valor de la laicidad aunque no sólo. En el contexto europeo este valor permite a Europa mantener su riqueza interna y su apertura hacia el exterior. En la actualidad esta es la región del mundo en la que se mantiene un mayor grado de protección y tutela de los derechos fundamentales, donde la tendencia a la “constitucionalización de la persona” atiende a las innovaciones científico-técnicas en beneficio de los seres humanos. Esto no quiere decir que debamos renunciar a mejorar el modelo sino que este constituye un punto de referencia sólido y reconocido en un mundo en el que la libertad y los derechos humanos representan una esencial elección, donde la relación entre la vida y las normas debe ser permanentemente protegida de cualquier pretensión autoritaria y tendente a expropiar a las personas de su derecho a gobernar libremente su propia existencia.
Ascensión Cambrón
Universidad de A Coruña
A Coruña, 19 de septiembre de 2011.
[1] La tesis sobre la protección jurídica absoluta del derecho a la vida ha sido en efecto paradigmáticamente propugnada –aunque no sólo- por la Iglesia Católica , que se funda, obviamente, en razones de fe. La Encíclica Evangelium vitae (1995) del papa Juan Pablo II, por ejemplo, condena expresamente la eutanasia por ser “una grave violación de la ley de Dios” (n. 65).
[2] La percepción pesimista de la muerte se contrasta en la actualidad con la esperanza que para muchos ciudadanos ha abierto la posibilidad de la despenalización de la eutanasia voluntaria. Primero en Holanda ( abril de 2002) seguida de Bélgica (septiembre de 2002). También lo está en Suiza, Luxemburgo, Colombia y en Oregón, pero conviene precisar que en ninguno de estos Estado ha sido reconocida como un “derecho” individual, sino sólo su despenalización.
[3] Como anteriormente se ha aludido, ya existen en las sociedades occidentales movimientos consolidados a favor de la legalización de la eutanasia, ya sea vindicada esa legalización mediante la exigencia de despenalización o también como nuevo derecho individual.
[4] Este proceder lo ilustra ejemplarmente las sucesivas resoluciones adoptadas por los tribunales españoles en el caso de Ramón Sanpedro, como en el más reciente de la mujer italiana Eluana Englaro.
[5] Léanse en este sentido las recientes declaraciones de la Sra. Ana Pastor, anteriormente Ministra de Sanidad, respecto a la actual Ley de Salud sexual e interrupción del embarazo, si el partido Popular gana las próximas elecciones. Promete derogar dicha norma que reconoce a las mujeres el derecho a abortar.
[6] G. Bataille, Théorie de la religion, Gallimard, Paris, 1973, pp. 36-57.
[7] Situaciones que ya se produce en nuestro ámbito hospitalario y que expresan además grandes dosis de hipocresía e injusticia.
[8] Scienza e governance. La società europea della conoscenza presa sul serio. A cura de M. Tallachini, Rubberttino, Soveria Mannelli, 2008.
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